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Puede
decirse que no es posible vivir algo en borrador para
después, más adelante, vivirlo nuevamente
“en limpio”. Cada hora y cada minuto de
nuestra vida transcurren de una vez para siempre, porque
la ocasión que “vuelve” será
siempre otra. Sin embargo, hay una forma del vivir que
transcurre como si fuera aquello que no es. Dejemos
ahora de lado el hecho grave de que esto puede ocurrir
sin que uno se dé cuenta de hasta qué
punto su pretensión es equivocada, y centrémonos
en lo que ahora nos importa, la circunstancia de que
son muchas las veces en que esto se realiza a sabiendas.
Cuando dos cachorros se comportan “como si”
estuvieran peleando, pero no pelean “en serio”,
sino que fingen hacerlo, decimos que juegan. Los seres
humanos “jugamos”, pues, de dos maneras,
una en la cual, a veces mintiéndonos a nosotros
mismos, ignoramos lo que hacemos, y otra en que sabemos
que lo estamos haciendo (aunque, claro está,
cuando jugamos con aquellas cosas con las que “no
se juega”, solemos ignorar sus consecuencias).
Freud, en “Consideraciones de actualidad sobre
la guerra y la muerte”, dice: “Es demasiado
triste que en la vida pueda pasar como en el ajedrez,
en el cual una mala jugada puede forzarnos a dar por
perdida la partida, (…) en la vida no podemos
empezar luego una segunda partida de desquite. En el
campo de la ficción hallamos aquella pluralidad
de vidas que nos es precisa. Morimos en nuestra identificación
con el protagonista, pero le sobrevivimos y estamos
dispuestos a morir otra vez, igualmente indemnes, con
otro protagonista”.
¿Cómo pueden compatibilizarse las dos
afirmaciones? ¿Qué significado tiene el
hecho de que hayamos elegido vivir dos horas que no
volverán para que transcurran inmersas en un
mundo que consideramos ficticio? Encontramos la respuesta
en una conocida cita de Freud: “Cuando soñamos
con ladrones y tenemos miedo, los ladrones podrán
ser imaginarios, pero el miedo es real”.
Las cosas que narra una novela, las que se presentan
en el escenario de un teatro, o las que suceden en la
pantalla del cine, no acontecen de verdad, pero los
afectos que allí experimentamos son reales, tan
reales como el esfuerzo que realizamos para trasladarnos
hasta el cine o el trabajo que demandó la filmación.
Reparemos entonces en que nuestros afectos pueden surgir
realmente frente a sucesos que transcurren “en
verdad”, o frente a otro tipo de sucesos que denominamos
ficticios o, también, imaginarios. Hay sin embargo,
una diferencia. Ortega y Gasset, refiriéndose
al episodio en el cual Don Quijote, introduciéndose
en el escenario del teatro de títeres, pretende
hacer justicia con su espada, señala que a pesar
de que algunos psicopatólogos han llegado a considerar
esa locura como una pérdida del sentido de lo
real, la verdad reside, inversamente, en que se trata
de una pérdida del sentido de lo irreal, como
a veces acontece, sin llegar al extremo de Don Quijote,
con algunas personas que son incapaces de interpretar
una broma. Cuando vamos al cine nos movemos entonces
entre los dos extremos que pueden arruinar nuestro propósito:
contemplar una obra que no llega a conmovernos o, por
el contrario, asistir a una representación que
nos afecta de un modo que trasciende a la ficción.
Entre ambos escollos transcurren las aguas navegables
de ese esparcimiento que llamamos di-versión.
Pero, ¿puede decirse acaso que el cine, como
forma de arte, agota su sentido en la experiencia de
una conmoción afectiva más o menos leve
que atraviesa nuestra alma sin efectos perdurables?
La vida nos presenta continuamente, en nuestras
circunstancias, “cosas”; dificultades que
inevitablemente debemos resolver, y no siempre lo logramos
de una buena vez. De modo que es frecuente que nuestras
dificultades vuelvan, y también ocurre a menudo
que nosotros volvemos sobre ellas, intentando atar los
cabos que nos quedaron sueltos. Ese volver, que implica
recordar, implica también que nos re-presentemos,
otra vez, los asuntos que nos han quedado pendientes,
y es claro que tenemos, por fortuna, dos maneras de
hacerlo. En una de ellas recordamos algo que nos ha
sucedido, y tratamos de procesarlo, terminar de digerirlo,
como hace el rumiante, para que el grano grueso de las
emociones vividas deje de perturbar nuestra vida presente.
La otra acude en nuestro auxilio cuando esa primera
tarea supera nuestras fuerzas, entonces presenciamos
otras vidas, que en la penumbra de nuestra conciencia
re-presentan todo aquello que en la nuestra ha quedado
indigesto, y el modo que sin duda soportamos mejor consiste
en presenciar esos dramas, sean tragedias o comedias,
a sabiendas de que son construcciones ficticias que
transcurren en un mundo imaginario del cual se puede
salir “a voluntad”. La literatura, el teatro
y el cine son, pues, formas del arte que, aunque a veces
revisten la apariencia de un entretenido esparcimiento
que ocupa el lugar que nuestras tareas han dejado vacante,
cumplen su cometido más valioso cuando logran
atrapar en su relato el sentido suculento, cotidianamente
escondido, de alguna historia vital que “indirectamente”
re-presenta y despierta; que con-mueve nuevamente, algo
que en nuestra vida se nos ha quedado atragantado. Vargas
Llosa condensa una parte esencial de este asunto en
una sola frase que titula uno de sus libros, La
verdad de las mentiras, y, efectivamente, en el
mundo de la ficción es así, porque todo
se podrá inventar “por fuera” de
la realidad, sin límites de tiempo y espacio,
siempre que se cumpla estrictamente con la condición
de que el relato contenga un drama humano absolutamente
verosímil en un entorno que obedece las reglas
del juego que propone. Cuando esta condición
no se cumple, sentimos que la obra es mala.
Hemos dicho que el relato, sea literario, teatral o
cinematográfico, se revela como una forma magna
del arte en la medida en que atrapa y comunica el sentido
suculento, habitualmente oculto, de una historia de
vida, pero no quedaría nuestra consideración
completa si omitiéramos la formas menores, en
la cuales, muy lejos del intento elaborativo que conduce
a profundizar en el significado de lo que ocurre en
nuestras vidas explorando los dobleces y vericuetos
recónditos que todo drama arrastra consigo, la
obra sólo se propone complacer los deseos del
espectador ofreciéndole un desenlace que calma
transitoriamente sus ansias, dejando intacta la complicada
y repetitiva armadura de sus apetitos, que recaen continuamente
en la frustración cuando enfrentan la realidad
del mundo.
Si volvemos a nuestra anterior pregunta acerca de cuál
es el sentido que tiene el hecho frecuente de que hayamos
elegido vivir dos horas que no volverán inmersos
en un mundo que consideramos ficticio, vemos que podemos
dar ahora una respuesta que contiene dos situaciones
esquemáticamente divididas. A veces lo hacemos
para satisfacer un impulso, una descarga placentera,
catártica, que evacua nuestras emociones evadiendo
los límites que impone la realidad, para volver
luego al mundo verdadero transitoriamente satisfechos,
sin que nada haya cambiado en nuestra vida. Otras veces,
cuando nos encontramos con una obra de arte de suficiente
magnitud, y nos llega el mensaje que contiene, nos internamos
en un proceso que nos altera irreversiblemente, cambiando
el significado que atribuimos a los avatares que enfrentamos
o, mejor aun, introduciendo un punto de vista nuevo
en el drama que subyace, problemático, en el
trasfondo de nuestra existencia cotidiana.
Llegamos, por este camino, a una cuestión que
suele oírse y que el autor de este libro aborda
en su prefacio. ¿En qué puede enriquecer
el psicoanálisis la experiencia que nos procura
el contemplar una obra cinematográfica o, más
aun, cualquier otra de las formas del arte? ¿Acaso
no es el arte autosuficiente para cumplir su cometido
de tañer el diapasón al cual apunta? ¿No
corremos el riesgo de opacar y destruir, mediante el
psicoanálisis, la conmoción con la cual
toda obra de arte bien lograda enriquece nuestro ánimo,
penetrando, sin demasiada intervención del intelecto,
por los poros de nuestra sensibilidad? Nada mejor que
el lector saque sus propias conclusiones, dirá
el autor, pero me parece evidente que el psicoanálisis,
cuando es intelectualoide y espurio, nada logra estropear
con su impotencia estéril y se usará,
a lo sumo, para cubrir una opacidad afectiva que ya
preexistía. En cambio, cuando se trata, como
en este libro, de un psicoanálisis vivencialmente
rico, que se expresa en el lenguaje de la vida, despliega
ante nuestros ojos facetas y matices que apenas sospechábamos,
dándonos una clave para la interpretación
de una historia que nos ayudará sin duda para
una transformación duradera en la manera en que
contemplamos los dramas de nuestra vida real.
Un psicoanalista en el cine es un libro hermoso, escrito
con idoneidad y con cuidado. El autor, un hombre en
la plenitud de su vida, nos acompaña como un
cicerone experto y sensible que nos señala detalles
preciosos que nuestra atención hubiera podido
omitir. Su formación psicoanalítica y
su experiencia clínica otorgan a sus palabras
ese particular espesor que encontramos en quien nos
habla de caminos que ha frecuentado. Pero debo mencionar
algo más: la participación de Gustavo
Chiozza, desde hace años, en los estudios patobiográficos
que realizamos en nuestro Centro Weizsaecker, añade
una importante dimensión a la experiencia que
fundamenta su libro. No encuentro modo mejor y más
breve para expresarlo que mencionar una característica
muy peculiar de esas patobiografías que realizamos
estudiando en equipo la situación de una persona
que nos consulta porque atraviesa una crisis importante
en su vida, que a veces se manifiesta en una enfermedad
del cuerpo. Durante la ejecución de ese proceso,
el significado que adquiere su crisis “biográfica”
actual a nada se parece más que a un guión
cinematográfico cuyo sentido se oculta y se revela
anclado en detalles sutiles, un guión que, permaneciendo
abierto al diálogo con el paciente, admite la
posibilidad de un cambio en su final desenlace.
Los comentarios que ha escrito Gustavo me han suscitado,
en cada uno de sus párrafos, intereses y afectos.
Cuando Hamlet nos señala que hay más cosas
entre el cielo y la tierra que las que conoce nuestra
filosofía, nos coloca frente al hecho de que
nuestra curiosidad encuentra un tope, más tarde
o más temprano, en ese abismo insondable que
denominamos misterio. Aunque también puede decirse,
inversamente, que “misterio” es el nombre
que damos a lo que surge en nuestro ánimo en
el instante en que se pone en marcha nuestro pensamiento
mientras nos embarga el sentimiento que llamamos “curiosidad”.
Un psicoanalista en el cine excita, una y otra vez,
nuestra curiosidad, ya que cada comentario introduce
una intriga paralela al “suspenso” que pertenece
a la trama argumental del film. La nueva intriga surge
de esa misteriosa concatenación de símbolos
que nos conmueve sin que sepamos el cómo y el
por qué. Baste como ejemplo la “coincidencia”
por obra de la cual la imagen del protagonista de Terror
a bordo, atrapado en la nave que se hunde y nadando
entre horribles cadáveres, despierta en un psicoanalista
la idea de Orfeo descendiendo a los infiernos y surge
en un director de cine como “libre” interpretación
del drama que transcurre en una goleta a la cual el
autor de la novela que dio origen al film, ha denominado
Orpheus. ¿De dónde surge la maravillosa
articulación de símbolos visuales y acústicos
(de escenas, imágenes, sonidos, canciones y palabras)
que nos permite sentir junto a Buzz (el personaje de
Toy Story que descubre su “Made in Taiwan”,
entre sus innumerables iguales expuestos en la góndola
de una juguetería) el dolor de ser uno entre
otros muchos iguales, sin nada especial que ofrecer
al objeto de amor? No existe riesgo, por fortuna, de
que el placer de disolver una intriga agote nuestro
interés, y apague nuestras emociones, porque
las reflexiones del autor, criteriosas y mesuradas,
lejos de la pretensión de explicarnos la complejidad
de la vida apocando su inconmensurable misterio, mientras
disuelven algunas de nuestras intrigas, nos depositan,
amablemente, en las orillas de la intriga siguiente.
Evitaré ahora abundar en las impresiones que
me ha dejado la placentera lectura de Un psicoanalista
en el cine, porque creo que ha llegado el momento de
finalizar este prólogo para dejar al lector con
el libro, que hablará mejor por sí mismo.
Luis Chiozza
Enero de 2006 |
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